Sueño con fauna y androides

«Pájaros negros», fotografía de Valeriia Miller

Estamos paradas sobre una colina. Los animales que allí reinan son tan obscenamente coloridos que hay que achicar los ojos para que esa intensidad no te explote en el cerebro.

–Mirá –le digo a mi hija, que en el sueño vuelve ser a una niña chiquitita y aprieta mi mano con la confianza impúdica de otros tiempos.

Una oveja rosada camina muy segura de sí misma. Acaba de salir del salón de belleza y los rulos tiesos, con tonos fucsia, la aseñoran excesivamente. Deseo aconsejarla sobre la necesidad de llevar el pelo más suelto. Pero no le digo nada porque mi hijita y yo tenemos prisa.

Dejamos atrás a la oveja enrulada y nos ocupamos de un pavo que lleva ojos verdaderos –ojos vivos, parpadeantes, quiero decir– en el plumaje extendido. El pavo-panóptico camina decidido hacia nosotras. Es difícil no sentirse múltiplemente observada. Temo que esos siete ojos nos hipnoticen.

–Deberíamos irnos ya mismo –le susurro a mi hija–, no sabemos si estos animales son buenos o malos. Me tienen muy confundida.

Dos hombres de túnica, que resultan ser robots, nos llevan en un helicóptero cuya hélice brota del piso del aparato. Aterrizamos en un lugar en Arabia. Esas hélices ahora parecen sutiles patas de mosquito. ¿Vendrán ellos con nosotros? No. Sus instrucciones son claras:

–Sigan su instinto.

De pronto encontramos una manada de perros grandes, de caza. Muchos de ellos están dormidos. Y el líder, un perro de orejas muy puntiagudas, lleva un bozal. Es malo. Es cruel. Huele nuestro miedo y hace lo posible por despertar a los que duermen. Si despiertan, lo sé, serán toda una jauría desbordada. Veo sus hocicos húmedos y sé que debemos salir de allí.

–¿Qué hacemos? –pregunta la niña, mirando a los que están despiertos y que se acercan en cámara lenta.

-Lo que se hace con los perros –le digo, convencida de mi estrategia–. Quererlos, acariciarlos, hablarles bonito. Como con Luna.

Y eso es lo que hacemos. Extendemos las manos y acariciamos sus cabezas, sus lomos, y endulzando la voz les decimos que son hermosos, muy hermosos. El perro del bozal está furioso y les da cabezazos a los dormidos como si fuera un toro.

–Salgamos de a poquito.

Entonces pasa una paloma. Carga en el pico una de esas pequeñas espigas que suelen aparecer en los dibujos animados para decorar escudos y símbolos nobles. De inmediato comprendo que la espiguita está señalando una dirección.

Caminamos ahora a paso rápido guiándonos por la espiga. Entonces nos enfrentamos a dos puertas idénticas. Busco a la paloma para ver si tiene algún mensaje cifrado que nos oriente, pero ha desaparecido. Sólo quedamos nosotras y eso que anunciaron los robots: el instinto.

Lo sigo, al instinto. Me decido por la puerta de la izquierda. La escalera de caracol es demasiado angosta. Con un gesto de la mano convierto a mi hija en una muñeca. La aprieto contra mi pecho y subimos por la tripa metálica. Llegamos a una única puerta. El instinto ya no es necesario. No hay más opción.

Entro en ese lugar. Resulta ser un estudio o una oficina. Sin embargo, está todo desordenado, la pantalla de la computadora rota, el teclado en el piso, hojas por todas partes como si hubiera pasado un huracán. ¿Qué hacemos allí? La idea de volver por la escalera retorcida me chupa el esófago. Yo, tiesa allí, y tantas hojas blancas escupidas por un viento que ya no está… Me invade un miedo terrible.

Con la muñeca pegada al pecho doy algunos pasos en ese lugar arrasado. Veo un hilo de luz bajo una puerta que debe conectar con el baño. No sé si debo irme de inmediato o quedarme. Quedate, me digo, con la certeza de que no he venido hasta acá para huir. Entonces sale un hombre de túnica, probablemente otro robot. El hombre dice:

–Has llegado. Ahora podés llorar todo lo que se te antoje, el tiempo que sea necesario. Muchos de los que llegan acá lloran por dos días seguidos y luego recién hablan. Llorá.

Interpretación

Soñé este sueño hace muchos meses, durante la primera parte del duelo por mi hermano menor. Lo recuerdo con nitidez porque lo conté más de una vez, como depositando en la pequeña memoria colectiva que componen los cerebros de la familia el encargo de recordarlo. Se lo conté, por ejemplo, a mis sobrinas pequeñas. A ellas les gustó tanto el relato de los animales que al día siguiente me preguntaron si había soñado otra cosa. Sin embargo, estos viajes larguísimos que parecen activados por alguna anfetamina astral no se dan con frecuencia.

Su interpretación, dado el momento del sueño, parece fácil. Pero los sueños –lo sabemos porque llevamos como soñantes todo nuestro recorrido vital– siempre dicen algo más, siempre dibujan otra cosa. De modo que no se trataba sólo de un permiso para llorar por mi hermano. Era una orden. Una orden articulada por un robot de una cultura en la que no vivo. Un robot en tanto mensajero de otra esfera. Tal vez ese robot era cada uno de todos los demás que no estaban en mi lugar. Decían, pues, con voz objetiva y empática: llorá. Luego hablarás. Primero perdé el habla, perdelo el lenguaje, quedate con la locura siniestra e infantil de los animales. Sé un animal. Jugá de dolor con tu muñeca.

Esto es, por ahora lo que alcanzo a interpretar. Porque la interpretación es también un alcance. Quizás, con el tiempo, se me dé otra cinta métrica con la cual medir el territorio simbólico de este sueño. Quizás.

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