
Era cuestión de tiempo. De chica, sentada sobre las bardas enanas de aquellas casas idénticas, estilo americano, con las piernas bamboleándose en esa inercia infantil, tan falta de elegancia, tan desgarbada, zapatitos de charol, medias zurcidas en los talones, se daba el trabajo de contar los segundos –uno, dos, tres, cuatro– y a veces los repetía para ver si se detenían –uno, uno, uno y medio, uno y tres cuartos…–. Pero no. El tiempo era un gigante implacable que iba pisoteando la infancia con sus zancadas terribles sin que una pudiera hacer nada. Luego aquellos brotes tímidos en el tórax, la flor del pubis que iba denunciando ese paso silencioso e informe de los días –uno, dos, tres, cuatro, cuatro y medio… –. Las cosas que se acababan, que se tenían que acabar, eran cuestión de tiempo, como el amor, o como la muerte misma. Una fría tabla de quirófano donde el anestesista cantaba dulcemente la cuenta regresiva del sueño, un himno de abandono: a la cuenta de diez estará profundamente dormida. Hipnosis de la pesadez cotidiana, bambolear las pantorrillas en impaciencia quieta. Nueve, diez, once, trece, veinte.
También ella había aprendido a caminar a zancadas. Se veía a sí misma, afecta a ilustrarse en sociodramas mentales, como aquellos artistas callejeros, subidos en telescópicas piernas de madera, transcurriendo las avenidas, elaborando piruetas peligrosas con fuegos artificiales a ver si pescaban algunas monedas. Sí, había ido a zancadas. «Me parece que fue ayer que te casaste y ya te estás divorciando», le había dicho su madre, sin querer decirlo así, con reproche. Treinta, treinta y uno, treinta y cinco años. Cuarenta, cuarenta y tres cápsulas. Encapsular el tiempo, eso necesitaba. Pero el tiempo solo se encapsulaba en la rutina. Llegar al hostal puntualmente, colocarse el delantal, la cofia ridícula que por algún extraño motivo la hacía sentir sexy, quizás una película prohibida que hubiera visto entre los abiertos dedos de la mano, ¿o acaso la puerta entornada del clóset, mientras su madre recibía visitas masculinas en su habitación? Pieza cinco, pieza seis, piso tres, piso cuatro.
El tiempo se encapsulaba allí, en ese hostal que sabía ocultar muy bien sus ruinas. Allí, donde las sábanas celestes se tendían los martes igual que si un cielo limpio se hubiera dignado en derramarse sobre las cosas del mundo. Cada día un color. Las toallas blancas o grises, pero siempre húmedas de otros cuerpos, se recogían sin prisa, como apilando blandos cadáveres. A ella le gustaban los miércoles, porque entonces colocaban sábanas de satén, era una promoción del hostal: «mitad de semana de lujo, a mitad de precio». En profuso éxodo nocturno, llegaban las parejas succionándose el cuello, vampiros sedientos que huían del sol. Con la luz del jueves, ella se apresuraba a sacudir las células invisibles que habrían quedado esparcidas en la textura de las camas. Y a esperar el próximo miércoles, el contacto frío y liso de aquellas sábanas. Era cuestión de tiempo. Pero el tiempo también cansaba, se agotaba a sí mismo, ya no podía detenerse ni continuar, hacía presión en alguna parte de su cuerpo. Golpeaba las sienes, reloj interior donde el minutero acusaba a los números sin piedad alguna. Solo deseaba acostarse, en alguna parte, quizás en alguna cama que aún guardara la temperatura de los cuerpos itinerantes. ¿Por qué no? Dormir, que el tiempo transcurriera como quisiese, que se hiciese viejo solo, que no necesitara los rostros de las personas para dejar sus huellas terribles. ¿No se bastaba a sí mismo el tiempo? Igual que un vaso de agua sacia su propia sed. Daba pena tomarse un vaso de agua, de cristal transparente y agua transparente. Pero tomarse un vaso de agua de a poco, contando las cápsulas que viajaban por el esófago hacia alguna parte del cuerpo y de la sangre, hipnotizando los músculos, eso era cuestión de tiempo. Se lanzó bocabajo sobre el lecho desordenado y cerró los ojos, luego empezó a jugar con las piernas, levantándolas, haciendo bicicleta inversa, hasta que no sintió su propio movimiento e incluso le pareció que el satén se diluía en sedas hondas, donde ya nada, nada contaba. A la cuenta de diez estarás dormida, se dijo en voz baja. Una náusea ligera –quizás por las cápsulas tragadas a borbotones– la obligó a cambiar de posición y enroscó las piernas, como si hiciera frío, mecida en las olas del satén. Oh, susurró, sintiendo como su voz resbalaba entre las sábanas.
(Este texto forma parte de Sangre dulce. La Hoguera, 2006).