
Cuando era niña disfrutaba mucha de la magia de la repetición. En las vacaciones, con la pequeña legión de primos y otros chicos de la cuadra pasábamos la tarde en la función de matiné del cine Libertador. Nuestras pelis favoritas eran las de artes marciales. Las de Bruce Lee eran las mejores; podíamos verlas un millón de veces, acompañando sus grititos guturales como si el gato chino que respiraba en nuestro interior por fin pudiera manifestar su furia, su ánima, su veloz sagacidad. Pronto nos enteramos de que la famosa técnica del “puño interceptor” era fruto de años de estudio, observación, meditación, práctica corporal y lectura filosófica. El maestro Bruce Lee había seguido las leyes espirituales del Kung-fu hasta desarrollar su propio camino, su propio arte marcial.
Si indagamos un poco en la etimología y el significado de la palabra “Kung-fu” vemos que la cosa va de persistencia y disciplina. “Kung-fu” significa, pues, “trabajo bien hecho”. Quise que esta sección de textos fuera eso, un área de trabajo en la que el dragón de la escritura se ejercita, se arriesga, transmuta. No existe una única llave maestra pues, así como Bruce Lee supo que el luchador debe poder manejar todas las distancias –larga, media, corta y suelo–, la escritura también nos exige (pre)sentir con el cuerpo y el corazón el siguiente movimiento y oponer el lenguaje a las fuerzas del exterior con la intuición de una serpiente. Bueno, es eso.